Tendría unos doce años cuando cada día, en vacaciones, acompañaba a mi abuela al mercado. Lo que la mente puede guardar en sus estanterías es increíble.  Recuerdo con detalle las pequeñas tiendas donde entrábamos, nombres, caras, frases y situaciones que se repetían y yo adoraba. Hoy, esos negocios ya no existen y en su lugar hay desde locales cerrados hasta bazares enormes, hipermercados sucios o franquicias absolutamente impersonales.

Encuentro genial que el camarero del bar de la esquina se acuerde de qué desayunas a pesar de poner cientos cafés cada mañana. Creo que es fantástico que el quiosquero te reserve el último ejemplar del periódico que compras los domingos aunque atienda a  todo el vecindario durante el fin de semana. Considero formidable que el pescadero, con un ligero gesto, no permita que te lleves a casa el género que pensabas poner para cenar.

Ante tiempos de ventas por volumen, de auto-respondedores gratuitos, de marketing enlatado y correos electrónicos automáticos, de gurús que dicen saber cómo hacerte rico en un rato, yo me detengo. Porque en época de sustituir personas por números y engordar bases de datos a las que mandar una campaña masiva de “ahora o nunca”, yo apuesto por el marketing de cariño. Esto es, retomar el marketing de proximidad dándole una vuelta de tuerca y adaptar al resto de los mortales el marketing que se utiliza para el lujo y el alto standing.

Acuño el término y abandero su filosofía, porque los considero absolutamente necesarios; apuesto a que se instalarán con mucha fuerza. Y no me refiero a ese marketing emocional al que acuden tanto entidades bancarias para vender que una hipoteca es lo mejor que te puede pasar en la vida, como marcas automovilísticas para que sueñes con conducir sobre las nubes, o empresas de gran consumo para que te transportes al pueblo de tus ancestros cuando pruebes su producto.

El efecto péndulo existe, al igual que los ciclos económicos. Creo que todos estamos tan cansados de tanto ruido que sentir que alguien que nos ofrece algo se pone realmente en nuestro lugar va a tener más valor que nunca. Esa cercanía, esa venta no invasiva, ese marketing de cariño, logrará fidelizar de tal manera, que, quien lo consiga, apenas tendrá competencia. Ponerse en manos de alguien de confianza, que te llama por tu nombre, para que te resuelva un determinado problema en el menor tiempo posible, vale su peso en oro porque ahorra tiempo y costes. Es obvio que hablo de un producto o servicio que aporta valor al mercado, de calidad, y que se actualiza cuando es necesario, porque el cliente será fiel pero no estúpido.

La aparición de las nuevas tecnologías ha modificado sustancialmente la forma de hacer publicidad y de vender. Las herramientas que ahora poseemos permiten acceder a lugares y nichos de mercado a un coste mil veces inferior al de hace apenas unos años. Gracias a ellas surgen a diario nuevas oportunidades, modelos y tendencias. Personalmente las utilizo, aunque conozco a magníficos profesionales que no hacen uso de ellas y les va muy bien. Es indudable que la forma de comunicar ha cambiado, pero hay aspectos que difícilmente lo harán: un apretón de manos, mirarse a los ojos, compartir un café, asistir a una charla magistral, regalar una sonrisa a tiempo…jamás podrán ser sustituidos.

El trato personal, el tú a tú, será aún más imprescindible en los próximos años. Todos necesitamos sentirnos queridos, y como clientes también.

Reclamemos excelencia. Regalemos lo mismo.

Abrazos, Rafa Ferrer.

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